Cuando un país envejece a la velocidad que lo hace Chile, es natural que veamos el fenómeno del que esta semana ha dado cuenta la prensa: el cierre o la crisis de muchos establecimientos de larga estadía para adultos mayores (ELEAM).
Hay mucha demanda, poca oferta y el servicio se vuelve cada vez más caro.
Los mal llamados “hogares de ancianos”, a medida que sus residentes siguen envejeciendo y deteriorándose en términos de salud física y mental, deben ser dispositivos residenciales, altamente especializados. Se transforman por la fuerza de los hechos en programas de carácter clínico más que sociosanitario, pero, sin el financiamiento estatal necesario, no hay presupuesto que aguante.
Son muchos los gastos que involucra el deterioro por edad avanzada. Un ejemplo que he usado otras veces: el Hogar de Cristo es uno de los mayores consumidores de pañales para adultos del país, lo que es una medida de nuestra “modernidad” como sociedad. En Japón, país súper desarrollado con una de las poblaciones más longevas del mundo, la industria de este producto supera por lejos a la de los pañales para guaguas.
Cuando estos establecimientos no cuentan con presupuesto, que es lo que pasa con muchos, terminan siendo precarias estaciones terminales. Lugares de confinamiento, alejados de la comunidad. Con ocasión de la pandemia, vimos con asombro el número de muertes en residencias de adultos mayores de países mucho más desarrollados que el nuestro. España e Italia aún no se reponen del impacto que provocó el COVID-19 en esas residencias donde murieron en abandono y soledad miles de personas mayores.
En este escenario, Hogar de Cristo ha reorientado su estrategia social, siguiendo la tendencia mundial a la desinstitucionalización en el abordaje de la infancia vulnerada, la discapacidad mental y sobre todo el envejecimiento. Hoy debemos privilegiar intervenciones mixtas y flexibles que combinen lo residencial de corta estadía con lo ambulatorio, lo domiciliario y lo comunitario, y estén bien enraizadas en los territorios. Con perspectiva de género, además, porque las mujeres viven más que los hombres y son más pobres, lo que se acentúa con la vejez. Y poniendo siempre a la persona al centro, reconociendo su capacidad de agencia y su derecho a vivir incluida.
Todo eso caracteriza a los programas de atención domiciliaria (nuestros PADAM), un dispositivo flexible, ágil, que apoya a los adultos mayores en sus domicilios, así como a sus cuidadores, que normalmente son mujeres, también de edad avanzada. Estos programas identifican a las personas más frágiles de los territorios y las vinculan con las redes sociales de asistencia sanitaria, legal, psicológica. Las apoyan y acompañan en sus casas, retardando su ingreso a residencias especializadas o, si fuera el caso, prestando cuidados paliativos en el propio domicilio.
La mejor manera de imaginar la solución a la crisis de las residencias para mayores es preguntarse, dónde preferiría pasar la última etapa de mi trayecto existencial. ¿Lo conocido y familiar del hogar de siempre o una residencia sanitaria, clínica y ajena? En el primero, en un PADAM, respondo yo. Y mi opción empieza a ser confirmada por el impulso que les están dando los gobiernos regionales otorgando financiamiento para crear nuevos o ampliar los ya existentes. Esto demuestra que los PADAM son una respuesta adecuada y ágil para este Chile que envejece.