“Mira en lo que nos hemos convertido: en un país de “merde” me decìa desalentado un amigo, mientras lo miraba desconcertado. “Ya no somos lo que éramos: un país relativamente tranquilo, en el que podíamos caminar sin temor por las calles, nuestros hijos podían jugar en las plazas y los parques y nuestro hogar era nuestro refugio más seguro. Si había violencia eran sólo casos puntuales y dentro de ciertos límites. No como la realidad que vivimos hoy”.
Toma aire y continúa:”Hoy en cambio no podemos circular tranquilos por las calles por miedo a ser asaltados, agredidos con arma blanca o de fuego y robados sin piedad. Nosotros no hemos sido nunca así. Es como si nos hubiera invadido una horda de bárbaros aprovechándose de que no estábamos preparados para enfrentarlos. Bárbaros que desprecian la vida humana y que incluso le ponen precio. Nunca habíamos sido testigos de tantos cuerpos humanos descuartizados diseminados por lugares inesperados. Lo que vivimos en la actualidad supera incluso la ley de la selva. Es barbarie pura y dura, es como si estuviésemos de regreso a las cavernas. Sólo nos está faltando convertirnos en caníbales, aunque sospecho que muchos políticos han experimentado en carne propia el amargo sabor del canibalismo”.
Sorprendido por sus palabras tan duras y descarnadas que reflejaban claramente su estado de ánimo ante nuestra realidad actual, no pude menos que estar de acuerdo en líneas generales al recordar todo aquello que nos muestran en el día a día los medios de información formal (para qué referirnos a las redes sociales que arden las 24 horas del día). Todos sin excepción somos testigos que dedican en su inicio o al menos en gran parte de sus programas a informarnos en detalle de los nuevos actos delictivos del día, compitiendo incluso entre ellos respecto de quien lo hace primero y escarba en sus detalles más escabrosos.
Es como ser testigos cada día de la “página social del delito”. Lo que antes se comunicaban igual a grandes rasgos y con la mesura que corresponde para no estimular el ego y la vanidad de los delincuentes que con ello se sienten famosos de sus robos, asaltos y crímenes de todo tipo, enfrentando a las fuerzas de seguridad en un eterno “corre que te pillo”.
Como si esto fuese poco nos encontramos enfrascados en una creciente guerrilla política en la que al parecer todo vale para descalificar al adversario, o más bien enemigo por la forma en que suelen actuar unos con otros. Todo ello a boca de jarro de una de las decisiones más trascendentales de este tiempo: decidir a quién vamos a elegir como presidente de la República por los próximos cuatro años y quienes lo van a acompañar como parlamentarios en representación de todos los ciudadanos que han depositado su confianza en ellos, imbuidos por la esperanza que no vamos a continuar inmersos en la ciénaga de la incertidumbre y avanzar a paso firme hacia la solución de todos aquellos problemas que nos agobian.
Quienes defienden una y otra opción pregonan sus eventuales virtudes con vehemencia y todos creen ser portadores de una verdad puesta permanentemente en duda por aquellos que permanecen indecisos hasta el último momento, en su mayoría guiados más por su instinto que por certezas. Muchos creen ver en esta actitud una “fatiga electoral”, es decir el aburrimiento, desilusión, frustración, desánimo y desinterés de los ciudadanos ante lo prolongado de un proceso pre-electorañ que ha resultado a todas luces agotador.
En el que la luz al final del túnel no ha sido visualizada hasta ahora a pesar de todo el esfuerzo realizado y en el que los acuerdos han sido el gran ausente en muchas etapas del proceso. A lo que habría que agregar que los ciudadanos no visualizan con claridad en qué puede cambiar su vida si opta por una u otra opción. Y se ve así impelido a votar por obligación con escaso convencimiento, porque de no hacerlo le va a significar una sanción monetaria.
Esto es lo que los conduce a votar con desánimo y con la desagradable sensación de que todo va a seguir igual, y que incluso pudiese ser peor, no importa cual opción elija. En consecuencia nadie va a votar tranquilo. El miedo y la desconfianza le apretarán el corazón. Plenamente consciente que hay solamente una cosa que nos mantendría unidos como país: la esperanza en que esta vez vamos a tener éxito y contaremos con un nuevo gobierno que asuma sabiamente su deber encomendado con la responsabilidad que corresponde. Actuando en forma coherente en su decir y en su actuar, sin mirar hacia atrás ni añorar un pasado que no volverá.






