Como país tenemos muchas cosas de qué avergonzarnos y la lista es también vergon-zosamente exhaustiva entre la que cuesta discernir con claridad aquella que merece encabezar tan deleznable encabezamiento. Es indudable que tenemos también una larga lista de cosas de la que sentirnos orgullosos pero hay un problema indesmentible: no hemos aprendido a valo-rarlas como realmente se merecen y no hemos hecho en absoluto lo necesario para corregir aquello que nos avergüenza simplemente debido a que no le hemos dado la importancia que tienen realmente para nuestro desarrollo como país y que no se relacionan necesariamente con aspectos relacionados estrechamente con la economía pero que sí repercuten sobre ella.
Aunque recientemente hemos rasgado vestiduras ante la corrupción en aumento que se ha ido enseñoreando a pasos agigantados como una práctica ante la que reparamos de regla tardíamente cuando estalla un escándalo de proporciones como ha sucedido con la ex-tensión masiva de licencias médicas mal utilizadas en forma descarada por sus beneficiarios, no hemos atinado en absoluto en buscar la forma de revertir la disgregación progresiva de las familias como la principal causante de una cantidad innumerable de males crecientes de los que nos lamentamos y que nos afectan inevitablemente a todos como ciudadanos.
El evidente deterioro tanto en la estructura como en la función aglutinadora que cum-plen en toda sociedad nos ha pasado inadvertido y hoy estamos pagando las consecuencias de una cantidad de niños desarraigados y violentos que han ingresado al campo de la delin-cuencia en busca de necesidades que no han sido adecuadamente cubiertas como corres-ponde desde su primera infancia en el seno de una familia responsable y bien estructurada tanto en su origen como en una dinámica propia destinada a establecer fuertes vínculos afecti-vos de por vida.
A consecuencia de ello vivimos hoy una de las mayores vergüenzas: durante el año 2024 por primera vez el número de niños y adolescentes ingresados al sistema de protección menores superó a los niños nacidos durante el año y actualmente 41 mil niños, en su mayoría de escasos años, esperan un cupo en programas estatales de protección mientras se cierran residencias especialmente en el área privada ante las crecientes dificultades de financiamiento.
Ante esta realidad cuesta un gran esfuerzo encontrar una realidad más vergonzosa que la descrita. Necesitamos con urgencia el nacimiento de una mayor cantidad de niños para aumentar nuestra población y no hemos sido capaces de proporcionarles los cuidados ade-cuados a todos aquellos que han nacido y para más remate estamos promoviendo una ley que promueva el aborto libre. Una cosa de locos insensibles y sin corazón, y todo ello producto de no habernos preocupado de proteger a nuestras familias como corresponde a todo país civili-zado.
Es evidente que invertir dinero en estimular y proteger a las familias resulta en el largo plazo infinitamente más rentable como sociedad que invertir ahora dinero en un saco sin fondo en busca de rescatar los miles de niños que han ido quedando en el camino a lo largo de los años. En su mayoría dañados psicológicamente y con una salud mental deplorable extrema-damente difícil de revertir, posiblemente más que intentar rehabilitar delincuentes en nuestras cárceles, lugar donde a la larga van a llegar una gran mayoría de los niños y adolescentes hoy abandonados.
Lamentablemente todo ha sido hasta ahora manejado en forma soterrada, limitándo-nos a echar lo que nos avergüenza debajo de la alfombra de la vida. No he escuchado nunca a un candidato a la presidencia o al poder legislativo a ponerse pie y llamar a una lucha decidida e incansable en busca de conformar las mejores familias posibles para nuestro país.
Es cierto que la contingencia suele ser inesperada y apremia tanto dedicación como soluciones urgentes, pero ello no debería constituir necesariamente un motivo para perder el rumbo y no dedicar los esfuerzos necesarios en un plan de largo plazo como un faro que ilu-mine cada uno de nuestros pasos. No obtendremos un mejor futuro ni una cohesión social indestructible si no transformamos a las familias en el verdadero espejo de nuestra nación.
Es imposible en la práctica construir un mejor país si no se fundamenta en mejores familias que den vida a mejores ciudadanos, no solamente desde el punto de vista natural sino sobre todo a personas de bien que hayan adquirido a su alero un profundo amor hacia la tierra que los vio nacer y les proporcionó los medios para encaminarles en el camino hacia la felici-dad.