En estos tiempos en que el tema de la violencia es cada vez más reiterativo en el mundo como también en nuestra sociedad, se escucharn cada vez más voces focalizando el problema en el uso indiscriminado de armas de alto poder de fuego en manos de terroristas y delincuentes que pululan a nuestro alrededor, argumentando que “las armas le hacen mal a Chile y a nuestra sociedad”. Argumento hasta cierto punto bastante tramposo producto de nuesta exacerbada costumbre de lanzar frases a travès de las cuales se deja el abanico abierto y se encubre al mismo tiempo su verdadero significado al no precisar el contexto en que se deberían expresar.
Si bien todos sabemos que las armas de fuego son de suyo peligrosas dado que sirven para muchas cosas, como atacar a personas o animales, para defensa personal o patrimonial, para defender al pais de eventuales agresiones externas e incluso para un uso calificado como “uso deportivo”, que de deporte no tiene mucho. Sabemos tambièn que involucran un alto riesgo en manos inadecuadas que las utilizan para realizar delitos de diverso tipo, situación que va desgraciadamente en aumento entre nosotros, sin que hayamos podido ponerle atajo.
Todos quisièramos ponerle atajo y decir “Adiós a las armas”, emulando el título de la famosa novela de Ernest Hewingway, pero no podemos negar que, mal que nos pese, las armas son necesarias en el mundo en que vivimos, acotadas desde luego a un uso estrictamente reglamentado y regulado desde el punto de vista jurídico socialmente aceptado.
Por otro lado es un hecho innegable que las armas han constituido siempre poderosos instrumentos de poder desde que fueron creadas. Su relación es más bien simbiótica, la que suele ser utilizada para defender o imponer ideas, lo que queda de regla en evidencia en todos los conflictos en que se ven involucradas. Armas y poder se han llevado siempre de la mano, aunque es preciso reconocer que, de acuerdo a las circunstancias, una de ellas suele necesitar más de la otra. El poder no requiere necesariamente de las armas pero las mantiene siempre en suspenso como un último recurso.Las armas estarán siempre dispuestas a proporcionar el apoyo al poder en momentos críticos.
Decir “adiós a las armas” no va a ser en consecuencia nada fácil entre nosotros, tal como ha sucedido en todo el mundo. Quien crea que para ello basta el diálogo corre un alto riesgo de fracasar, e incluso de morir en el intento. Es muy poco probable que alguien acepte renunciar al uso de la armas “de buenas a primeras”, sólo porque se lo piden. Dado que lo invadirà inevitablemente la sensación de debilidad, producto tanto de la pérdida de poder como de inseguridad al verse privado de un instrumento de defensa y protección.
Quizás desarmar a civiles comunes y corrientes pueda constituir un camino relativamente expedito siempre que las entreguen voluntariamente y que las armas hayan sido debidamente inscritas. Pero obviamente no lo será cuando hayan caido en manos de delincuenters, terroristas o narcotraficantes, que consideran que prescindir de ellas equivaldría a un suicidio al quedar a merced de bandas rivales o en riesgo de ser aprehendidos con facilidad por las fuerzas de seguridad del Estado.
Para ellos las armas constituyen un seguro de sobrevivencia. De modo que una negociación fundamentada en el juego del “gana-gana” no tiene sentido para ellos. El diálogo no lo visualizan en absoluto como productivo a sus intereses, de modo que jamás se van a sentar a negociar. Saben desde el principio que llevan todas las de perder y nada que ganar.
Otra cosa en cambio es dialogar y negociar con un pueblo originario, pero el problema es la fragmentación territorial y la falta de organización y unidad que los conduce a vivir desperdigados, “matando cada uno su toro”. Incluso compitiendo entre ellos por adueñarse de porciones de tierra que pertenecieron a sus ancestros, cuyo dominio perdieron a través de circunstancias históricas que ellos no aceptan ni vivieron.
Ambas situaciones son totalmente diferentes y deberían ser abordades también por estrategias adecuadas a cada contexto. Con los segundos se podrá dialogar, pero tienen que cumplirse primero determinadas premisas que son de su exclusiva responsabilidad. Buscar un diálogo fecundo con terroristas, delincuentes y narcotraficantes exclusivamente por amor a la paz equivale a una parodia del amor imposible que nos relata Ernest Hewingway en su famosa novela.